
Por Paula Carvajal Craddock
Odiaba su trabajo y odiaba el recorrido, el mismo de hace 10 años. La misma ruta diaria que no daba tregua, pero que el instinto de sobrevivencia y una tabletita hacían que cada mañana olvidara. Que olvidara a los choferes escupiendo a los estudiantes que mostraban su pase escolar. Que olvidara las interminables filas de autos con teléfonos inteligentes pegados al parabrisas y una voz automatizada indicándoles a sus ocupantes que el tráfico está lento, mientras en la vía contraria uno revienta los amortiguadores al hundirse en un hoyo patrimonial del progreso. Que olvidara los tres minutos de luz roja y los treinta segundos de luz verde. Que olvidara a los temerarios peatones que convertían cualquier zona de la autopista en un paso de cebra. Que olvidara que no tenía más opciones que trabajar en ese colegio a dos horas de su casa, ese gusto de las vacas sagradas por contratar profesores de otras comunas, ojalá lo más lejana posible para que demostraran con la puntualidad su compromiso. Que olvidara todo y sintonizara la radio para animarse en el camino a ganarse unos cuantos pesos que le alcanzaban para pagar las cuentas y un solo festín a comienzo de cada mes.
En el ejercicio de olvidar no se dio cuenta que delante de su automóvil había una micro. Por el retrovisor otra micro. A su derecha, el paradero lleno de gente y a su izquierda, un camión. En el camión hay dos copilotos que la miran, cómplices en su calentura. Bromean aprovechando la altura del vehículo y su condición de hombres trabajadores y esforzados. Le gritan que está rica y que agradezca que existen las leyes. Las risas de los caballeros y el eterno tronar de las bocinas convierten la música en un zumbido insoportable y sus pensamientos en un espiral de degradación. Abrió la guantera y comenzó a revolver todo lo que había en su interior: infinitos lápices de pasta con la tapa mordida, fotocopias, volantes de spa, tarjetas con números y direcciones de psicólogos; analgésicos, antialérgicos. Necesitaba encontrar las pastillas para calmarse y dejar de escuchar todo, incluso a sí misma. Lo único que quería era reventar a los camioneros a patadas en el piso, verlos muertos, podridos igual que un animal atropellado en la carretera y pisarlos hasta convertirlos en una mancha oscura en medio del asfalto. Encontró la caja vacía, recordó que ayer se había tomado la última, que no tenía más recetas, que recién era martes y que estaba cada vez más hundida en la butaca desteñida de un auto sin aire acondicionado, dándole aceleradas palmaditas a la palanca de cambio, pensando en olvidar sobre todo que si hoy llegaba tarde cumpliría cinco atrasos consecutivos, que habría una nueva amonestación sobre su escritorio, una liquidación a fin de mes con más descuentos que sueldo y un finiquito en marzo.