Por: Kevin Holmes

En el año 2005 les dije a mis amigos que iría a conocer el Chaco. Recuerdo que uno respingó la nariz y me dijo: “¿Para qué quieres ir allí? En el Chaco solo hay hambre y pobreza. Y la sombra de la muerte siguiéndote a todas partes”. En mi cabeza, sin tener una idea clara de con qué podría encontrarme, el Chaco representaba el verdadero corazón de Sudamérica. Sus palabras me dolieron. No dejaron de sonar en mi cabeza cuando la camioneta que me llevaba iba levantando a su paso una polvareda densa y amarilla, borroneándome el paisaje que dejaba atrás, escondiendo el follaje de los quebrachos, algarrobos y palosantos que colindaban con la pista. Los cactus y palmeras se iban ocultando tras la misma cortina de polvo. El monte chaqueño me pareció brutal y mentiroso, el más árido de los escenarios disfrazado de vegetación exuberante. Un lugar donde todos se veían abandonados, en una atmósfera de indiferencia donde las amenazas constituían el pan de cada día. Plagado de arañas, víboras, yacarés y muchas otras alimañas que ni siquiera figuraban en los libros.
Y era hermoso. Era lánguido e incierto.
Era un corazón lleno de memoria reñida con la historia oficial. El Gran Chaco – oculto entre los Andes, la Amazonía y la Pampa como una brecha impenetrable -, ocasionó un dolor de cabeza para la conquista y colonización por parte de los invasores europeos. Fue por eso también que, bien avanzado el Siglo XX, las repúblicas independizadas de la corona española aún no establecían sus fronteras con precisión en la zona. Estos conflictos limítrofes detonaron en 1932 la llamada Guerra del Chaco entre Bolivia y Paraguay. Ambos países habían perdido importantes territorios: Bolivia en la Guerra del Pacífico y Paraguay en la Guerra de la Triple Alianza, y sus oligarquías apostaron por movilizar la expoliación hacia lo que llamaban el “infierno verde”.
En esta guerra combatió como soldado el abuelo del director Diego Mondaca. Esa memoria familiar fue el germen para la creación de su película “Chaco”, que nos sumerge en esos hechos que la historia no quiere recordar, tales como la instrumentalización de los pueblos aymara y quechua para los intereses de Bolivia, estando tan lejanos y siendo tan ajenos a este conflicto. El uso de estos soldados por parte del poder marca toda la narración. Son jóvenes incautos como Liborio (Raymundo Ramos), Jacinto (Fausto Castellón) o Ticona (Omar Calisaya) poniendo el cuerpo en una guerra absurda, extraviados bajo el mando de un capitán alemán (Fabián Arenillas) contratado para profesionalizar la milicia boliviana, pero quien tampoco tiene idea de dónde se ha ido a meter con su muñeca y su vajilla fina.

Los personajes deambulan por el territorio de otros pueblos originarios que también han sido víctimas de la colonización, de las misiones religiosas, de la propiedad privada y de la guerra, y ante la pregunta que se les hace – “¿Bolivianos?… ¿Paraguayos?…” -, el espectador puede sentir cómo se derrama sobre él todo el peso del sinsentido. La narración, si bien lineal, comienza pronto a afiebrarse y afiebrarnos a través de las imágenes de días sudorosos y noches enrojecidas por el fuego. Tanto el murmullo del monte -el chirrido estridente de las cigarras que parece una constante voz de alerta o, tal vez, una plegaria de lluvia- como la amalgama de lenguas entre las que la comunicación se hace a veces imposible -oímos frases en quechua, aymara, guarayo, alemán y castellano-, creando un paisaje sonoro que hipnotiza y aturde.
Entre humillaciones clasistas y racistas disfrazadas de necesidad de orden y jerarquía, la tropa avanza, retrocede, se extravía, se divide, da vueltas por el monte en busca de un enemigo que nunca vemos en pantalla, pero que tampoco ellos encuentran en esa inmensidad desconocida. Pareciera que los paraguayos no existen. El horror de la guerra se transforma entonces en la constatación de que ésta lo corrompe todo y de que los enemigos son ellos mismos: es el abuso de sus superiores, la traición entre compañeros, la insolencia de ir a la conquista de un lugar que no los necesita y donde no se sabe sobrevivir, el enemigo es el hambre, la sed, el miedo y la locura.
En este, su primer largometraje de ficción, Diego Mondaca cuida de no hacer “cine bélico”, como alguno podría esperar encontrar. Aquí no hay balas. Su ética narrativa está lejos de querer retratar héroes y mucho menos presentar la Guerra del Chaco como una gesta sudamericana, fomentando ese vicio humano, sino que busca iluminar facetas más emocionales que traigan a la discusión las malintencionadas omisiones de los libros de historia para entender sus repercusiones en el presente. “Las personas como usted también pueden llegar muy lejos”, le dice en una oportunidad el Capitán alemán al Cabo Liborio. Yo solo puedo ver que ambos llegaron al mismo punto indeseado, aunque seguramente uno podría anotarse en la historia y el otro, no.
"Chaco" Año: 2020. País: Bolivia, Argentina. Duración: 77 minutos. Director: Diego Mondaca. Guion: Diego Mondaca, César Díaz, Pilar Palomero. Fotografía: Federico Lastra. Montaje: Delfina Castagnino, César Díaz, Valeria Racioppi. Dirección de arte: Javier Cuéllar. Diseño de sonido: Nahuel Palenque. Producción: ColorMonster, Pasto, Murillo Cine. Productores: Álvaro Manzano Zambrana, Camila Molina. Reparto: Raymundo Ramos, Fabián Arenillas, Omar Calisaya, Fausto Castellón, Mauricio Toledo.