Marcelo Escobar: Un obrero al rescate gráfico del Chile popular

Con poco más de un año anclado en Valparaíso, este artista parece atravesar su mejor momento. Logró sortear la pandemia viviendo de su arte —que vende en una tienda de la galería Casa Amarilla, en el Pasaje Gálvez—; acaba de publicar un libro impresionante, Bestiario mapuche y chilote, y afina lo que será un desafío mayor: una novela gráfica sobre Carlos Pezoa Véliz. 

Por Marcelo Simonetti

A estas alturas, parece un porteño más. Sube y bajas escaleras, vive entre el cerro y el plan. Sus dibujos también lo delatan. Ahí están: el vendedor de la fiambrería Sethmacher, el ciclista del cerro Alegre, el Valparaíso de Neruda, una versión de El nacimiento de Venus —de Boticelli— en pleno barrio La Matriz. Se mudó al Puerto hace poco más de un año y ahí, en los últimos peldaños de la escalera Fischer, en pleno cerro Concepción, se ha reinventado en compañía de su gato Nicanor. 

Marcelo Escobar (51) pasa por su mejor momento. Acaba de lanzar su libro Bestiario mapuche y chilote, una colección de personajes mitológicos y leyendas basados en las notas y apuntes de Otto Grosz —un soldado alemán que visitó Chile a fines del siglo XIX—; también hizo los dibujos de Los silencios del señor Cordolines, la historia de un oficinista que se rebela contra el sistema a partir del descubrimiento de la música —el libro fue escrito por el redactor de esta nota—, y, como si no bastara, en estos días prepara lo que será su primera novela gráfica, centrada en la vida del escritor Carlos Pezoa Véliz. 

—A mí me gusta desafiarme, aventurarme en cosas nuevas. No me gustan los dibujantes que siguen haciendo las mismas cosas que hace veinte años. Quiero correr mis límites, intentar traspasarlos. Por eso quiero hacer esta novela gráfica de la que ya tengo listo el guion; incluso, tiene título tentativo: «Nadie dijo nada». 

Esa novela gráfica es el extremo final —no definitivo, por cierto— de la historia de Marcelo Escobar, un diseñador gráfico que trabajó en imprentas y agencias de publicidad hasta que se dio cuenta de que podía vivir de sus dibujos, aunque en rigor su historia comienza mucho antes. 

Marcelo Escobar nació y creció en Puente Alto. Su vida de niño transitó entre la escuela pública donde estudió, la cancha de fútbol y la biblioteca municipal, sobre todo la biblioteca municipal.

—Ahí encontraba algo parecido al amparo. En las tardes de invierno, cuando el frío era mucho, yo entraba a la biblioteca, siempre tenían la chimenea encendida. Era grato estar ahí. Y leer. 

Hay que decir que Marcelo fue un lector precoz. No tenía seis años aún cuando hizo un descubrimiento que le cambió la vida. En su casa había un viejo baúl. Un día lo abrió y estaba lleno de historietas de Quimantú y Disney. Ahí figuraban El Manque, Los intrépidos de la aurora, La firme. Con esas lecturas se formó. Después vendrían El tesoro de la juventud, Los hijos del capitán Grant en formato de cómic. Lo devoraba todo, al punto que con diez años ya se había leído los cuatro tomos de Los húsares trágicos

Pero sin duda un libro que caló hondo en el pequeño Marcelo fue Geografía del mito y la leyenda, de Oreste Plath. 

—El Puente Alto de mi infancia era muy rural, a lo que se sumaba que mi familia por vía materna era campesina y mantenían los hábitos del campo: el brasero encendido, la costumbre de tomar mate y el relato de historias. Yo creo que por eso el libro de Oreste Plath se quedó vibrando para siempre dentro de mí, los mitos, las leyendas. Lo mismo que otro libro clave dentro de mi formación: Bestiario del Reyno de Chile, de Lukas. Aluciné con sus monos, tan locos, tan distintos al dibujo anatómico que yo había conocido. 

Con todas esas influencias, Marcelo entró a estudiar diseño gráfico, y tras egresar invirtió buenos años de su vida en las grandes imprentas —Morgan, Quebecor, Antártica—, donde trabajaba en el área de preprensa. No solo ganó experiencia, también tuvo acceso a las novedades del mundo editorial. Una de las noches en las que estaba trabajando se encontró con un libro editado por Copec. Se llamaba Cuenta conmigo y era una antología de poemas y cuentos vinculado al mundo infantil.

Sábados

—Había textos de Wilde, de Neruda, de Tagore. Pero no fue eso lo que me llamó la atención. Los textos venían con ilustraciones y al verlas me dije: «Esto también lo puedo hacer yo». Entonces, decidí entrar al taller de Francisco Javier Olea y Alberto Montt. 

Su paso por ese taller, en donde se ha formado la gran mayoría de las nuevas camadas de dibujantes e ilustradores, no pudo ser más auspicioso. 

—Montt y Olea me trataban de colega. Me agrandé. El taller duraba un año. Me recibí con honores. Cuando terminé me pregunté ¿y ahora qué hago con esto? Ya estaba aburrido de la imprenta, solo quería dibujar. 

El taller con Montt y Olea fue el 2008. Un año después se le ocurrió postular a los fondos del libro. Había heredado —de esas noches alrededor del brasero— una serie de relatos curiosos de la historia de Chile que su mamá le contaba. Relatos, como por ejemplo, el del primer desorejado. Se trataba de Gonzalo Calvo, un soldado español al que los Pizarro lo condenaron al corte de sus orejas por ladrón. Fue tal la vergüenza que se autoexilió más allá de las fronteras del Virreinato del Perú. Así llegó a Chile. 

—Escribí los relatos y le puse unos dibujos. Armé una maqueta que quedó bastante bien. Pero cuando quise postular me di cuenta de que necesitaba la carta de una editorial. Yo no conocía a nadie, jamás me había acercado a una editorial, pero igual me presenté a LOM, que quedaba cerca de mi casa. Era el último día. Cuando llegué a la editorial, la secretaria me dijo que ya se habían acabado las postulaciones, que Silvia (Aguilera, la editora) no recibía a nadie. Le insistí para que por lo menos pudiera ver la maqueta. Lo conseguí por cansancio. A los pocos minutos, Silvia salió de su oficina y me hizo la carta. 

Ese proyecto se llamó Mitos del Reyno de Chile. Marcelo no solo se adjudicó los fondos para publicar el libro, una vez que fue editado ganó el premio Amster-Coré. Y luego sacó un segundo tomo con otras historias. ¡Un inicio soñado!

Su vida cambió. Entró a trabajar a La Tercera como ilustrador editorial y, en ese trance, comenzaron a llegar los encargos para otros medios y editoriales. Además de hacer un pequeño refranero popular chileno y publicar una novela para niños, Paloma Ururi, sus dibujos pasaron a ilustrar obras literarias clásicas como Subterra, Altazor, Martín Rivas, Cuentos de amor, locura y muerte, Drácula. Y también nuevas publicaciones como Sábados, de María José Ferrada, o Los silencios del señor Cordolines. Y otras obras cuya autoría, tanto en textos como en imágenes, le pertenecen en un ciento por ciento como Lo que todos nombran pero nadie ha visto, visión ilustrada para el imaginario oral, el refrán y los dichos chilenos y, por supuesto, Bestiario mapuche y chilote

Bar

—Desde que leí Geografía del mito y la leyenda, de Oreste Plath, quedé cautivado por ese mundo fantástico. De hecho, la primera vez que fui a Chiloé lo hice impulsado por la descripción de esa tierra mágica. Con 19 años me fui mochileando hasta allá y quedé maravillado. Con el tiempo fui aprendiendo más cosas, y cuando hice la investigación, que duró tres años, para escribir Bestiario…, aprendí todavía más acerca del mestizaje cristiano-huilliche, la transición de los mapuche, la mezcla con lo chilote. Son dos mundos que están muy unidos, sobre todo en la riqueza poética, en la oralidad. Los nombres con los que los mapuche bautizaron los lagos son hermosos, y qué hicimos nosotros, a alguno les pusimos nombres como General Carrera. 

—¿Cómo definirías tu estilo?

—Pienso que es posmoderno. De alguna manera está anclado en mis influencias de los 80. Yo iba a las librerías y veía los libros que no podía comprar y los hojeaba para aprender, libros de Quino, de Oski. También me marcaron los dibujos que aparecían en las revistas que se opusieron a la dictadura —Apsi, Cauce, Análisis—, dibujos de Hervi, de Guillo, Albornoz, del Gato. De cualquier manera, yo trato de usar diferentes manos, la mano que use para ilustrar Sábados no es la misma que la del Bestiario…

—¿Por qué diferentes manos?

—Porque depende del proyecto y porque uno no puede segur dibujando como lo hacía veinte años atrás. Por ejemplo, yo creo que Pepo se debió avergonzar de los dibujos que hacía en la década del 40, cuando firmaba como Ríos. Pero ya en los 50 era un dibujante extraordinario. Otros, que vivieron su momento de gloria en los 80, siguen dibujando de la misma manera. Entonces, qué pasa, ¿no seguiste explorando? Yo opté por explorar y por desafiarme, como una forma de encontrar mis límites. Una vez le escuché decir a Jorge Teillier cómo descubría él cuando un poema suyo era bueno. ¿Sabes lo que dijo? Cuando siento que no lo escribí yo. Y a mí eso me pasa a veces con mis dibujos.

—¿Por qué dibujas?

—Porque me gusta el oficio y lo que conlleva. Aunque quizá debo aclarar que más que dibujante yo me considero un artesano. O tal vez, obligado a una definición, me definiría como un obrero gráfico, porque hago afichismo, carteles, portadas de disco, y ahora descubrí el grabado, que es como retroceder en el tiempo, volver a la Edad Media. De cualquier modo, yo soy feliz cuando dibujo. Soy de dibujar a diario, donde esté, en unas libretitas que son mi territorio de entrenamiento. Tengo decenas de libretitas llena de dibujos. 

—¿Qué cosas te nutren?

—La literatura. He leído mucho: a Hemingway, a todos los malditos, a todos los del boom, también autores chilenos, Manuel Rojas, Coloane, Edwards Bello. Muchas de las cosas que tengo en la tienda nacen de mis influencias literarias: Parra, Neruda, De Rokha. Me gusta la chilenidad, reinventarla a través de los dibujos. Además, todo lo que hago refleja mi compromiso social. El humor también es importante. Todos mis dibujos están impregnados de ese humor, que no es tan simple. También me interesa que tengan una narrativa detrás. Yo no hago dibujos decorativos. O mejor dicho, mis dibujos se inscriben en lo que podríamos llamar una decoración crítica. 

Valparaíso

—A propósito del compromiso social, ¿qué te pasa con el Chile de hoy?

—Yo tengo mi posición bien clara. Estoy con estos cambios y he tenido la suerte de participar en estos procesos. Por ejemplo, desde el Instituto Chileno Francés me invitaron a participar para explicar a través de dibujos lo que es el proceso de la Convención Constituyente al pueblo francés.  De hecho, uno de esos dibujos coincidió con la elección de Elisa Loncón como presidenta de la convención y se convirtió en viral. Con mi hijo Alonso trabajamos varias serigrafías relacionadas con el estallido, propaganda popular, que pegamos en las calles de Santiago, en lo que fue nuestro aporte al movimiento. Y además tuve la suerte de participar ilustrando el libro de las décimas que Nano Stern escribió a propósito de la revuelta. 

—Te viniste a vivir a Valparaíso a poco de comenzar la pandemia. ¿Por qué?

—Era una obsesión que tenía de chico. Mi familia es de acá. Mi tía Berta vivía en un departamento que estaba enfrente de la escala Fischer, en Urriola. Ella era muy sofisticada, un poco inglesa, tomaba el té con cuadraditos de azúcar. Yo alucinaba con esos terrones. Nunca imaginé que llegaría a vivir acá, a pesar de que muchas vacaciones las pasamos entre Viña y Valparaíso, que era donde estaba repartida mi familia paterna. 

—¿Qué te gusta de Valparaíso?

—Me gusta su singularidad, su carga histórica, que es mucho más potente que la de Santiago, su arquitectura, su forma de anfiteatro, sus luces, su alma. Es una ciudad fuerte, con carácter. Uno la quiere o no la quiere, yo soy de los que la quieren. El destino quiso que en tiempos de pandemia tuviera la posibilidad de trabajar desde cualquier lado y como estaba harto de Santiago decidí migrar. Pensé en varios destinos posibles, Chiloé, Arica, hasta que me convencí que era el momento de vivir en Valparaíso, sobre todo pensando en el proyecto de la novela gráfica de Pezoa Véliz en el que estaba por embarcarme.

—Es una linda oportunidad para dibujar a Valparaíso.

—Sí, aunque yo desde siempre lo vengo dibujando. Ya en los 90 pinté una serie de escenas portuarias en acuarela, un trabajo que fue una de las primeras cosas decentes que hice y que hoy cuelga de las paredes de la casa de mi madre. Como ves, mi amor por el Puerto ha sido un amor fiel y duradero.

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