
Por Raúl Pérez Salas*
El reloj marca las cinco de la tarde y la tranquilidad de un martes de agosto en la ciudad de Asunción, Paraguay, se ve alterada por decenas de fuegos de artificio que retumban en las pocas edificaciones de altura de una ciudad que pareciera avanzar a un ritmo mucho más pausado que el resto de las capitales de la región. El estruendo de los petardos y las bombas de ruido se mezclan con el sonido de bombos, timbales, alegres cánticos y gritos provenientes de diferentes puntos de la ciudad. Un envolvente olor a carne asada, cientos de banderas y camisetas en diferentes tonalidades de verde y apasionados cantos completan el panorama de una jornada que parece no estremecer el público carácter serio de los habitantes de Asunción, que parecen huéspedes de una fiesta a la cual no los invitaron.
La invasión había comenzado hace un par de días con los primeros visitantes. Todos vestían de verde y hablaban en un idioma parecido al castellano, pero con extraños vocablos, algo que a los paraguayos tampoco parecía llamarles mucho la atención, pues ellos suelen combinar el castellano y el guaraní, su lengua originaria. Con el paso de los días la cantidad de estos extraños hombres de verde comenzó a aumentar, haciéndose dueños de los hostales y visibles en las calles, donde siempre se les podía observar en grupo, paseando por la ciudad, tanto de día como de noche, y entonando sus cánticos y gritos de guerra. Se hacían llamar wanderinos y provenían de Valparaíso, lo que más que una ciudad parecía ser un país dentro de Chile, cuya identidad corre por un carril paralelo a la nación que los cobija, con tradiciones, héroes, estandartes y colores independientes a los símbolos chilenos. Esos colores son el verde y el blanco, los del uniforme de Santiago Wanderers, el club de fútbol más antiguo de Chile y uno de los más longevos de América.
Yo también era un visitante, y las cinco de la tarde me encuentran junto a mis camaradas en torno a una parrilla llena de carne que algunos de ellos habían logrado “comprar sin dinero” en uno de los pocos supermercados de la ciudad. Para amenizar la jornada hay también vino y la extraña cerveza paraguaya, que pese a ser barata, no parece entregar el deseado efecto de liviandad mental que persigue quien quiere prenderse de cara a un partido. Pero qué más da que la cerveza esté aguada cuando estás en el paraíso de la yerba prensada, más conocida para nosotros como “paraguas”.
Yo llegué a Asunción la noche anterior, aunque el cansancio del viaje hizo que postergara mi salida del hostal hasta el día siguiente. Esta mañana salí a la calle de inmediato con una mezcla de ansiedad por conocer un país nuevo, el nerviosismo del partido, y hambre. No fue necesario caminar más de una cuadra para darme cuenta de que Asunción, al menos por hoy, era menos Asunción y más Valparaíso. La invasión ya era una realidad, y los locales se dividían entre quienes disfrutaban su presencia y quienes los miraban con recelo. Los más felices eran los cambiadores informales de dinero, que en las esquinas ofrecíandarte más plata que los bancos por dinero chileno o dólares. Fue en una de estas esquinas dónde me encontré, apenas unos minutos después de haber salido, con un grupo de amigos, que me hicieron una tentadora oferta: “Vamos por unos paraguas”. Olvidé el hambre, la ansiedad del partido y la de conocer esta nueva ciudad, por irme a compartir historias, anécdotas y sueños, con los mismos que tantas veces hicimos lo mismo en las calles y escalas de nuestro puerto.
Así, entre humo de yerba prensada, cervezas aguadas y el olor a carne asada robada del supermercado, nos alistamos para ir al encuentro del resto de los visitantes, que seguían haciendo sonar tronadores y lanzando bengalas al aire para dar a conocer el punto de encuentro. Una vez allí, en la Plaza Uruguaya, no quedan dudas. Somos cientos y cantamos como miles. El estruendo es oíble desde varios puntos de la capital. La policía mira desde lejos y con algo de desconfianza esta inusual reunión, y al rato decide echar a andar la caravana rumbo al estadio. El camino fue tan largo y agotador como el que debimos recorrer durante los trece años que pasaron desde que en 2002 empatamos sin goles ante el poderoso Boca Juniors, en Buenos Aires, y donde también tuve el orgullo de estar presente. Los bombos marcando el paso, cientos de banderas flameando, cada una de las gargantas vociferantes representando a familiares, amigos, conocidos que no pudieron viajar y a aquellos que nos dejaron durante este tiempo, pero que sin duda también estaban ahí Yo no pude dejar de acordarme de Osvaldo Soudre, el popular y querido Loro, quién hace trece años había sorprendido a los bonaerenses al ingresar a la catedral del fútbol sudamericano, La Bombonera, con el mismo traje verde artesanal que simulaba el plumaje de un loro; que había entrado a canchas como Melipilla o Santa Cruz, y con el orgullo del que llega a una fiesta de gala con su mejor frac. El mismo orgullo con el que esta nueva generación se paseó por Asunción, generando una expectación que en palabras del mismo taxista que me llevó del hostal al aeropuerto sólo ocurre cuando vienen “los grandes de Sudamérica”.
Yo no sé si Wanderers es un grande de Sudamérica, y tampoco me importa, pero sí sé que Wanderers es Valparaíso y Valparaíso es Wanderers, y ahora ese taxista y gran parte de los habitantes de la capital paraguaya también lo saben.
*Periodista. Participante del Taller de Escritura La Juguera Magazine