El 8 de abril de 1988 Gabriel Parra, el mítico baterista de Los Jaivas tomó un avión a Lima para comenzar con la organización de un concierto único en Nazca, motivado por su interés personal por la cultura incaica, señala la enciclopedia de musica chilena musicapopular.cl . “La mañana del 15 de abril salió de su hotel en la capital y tomó la carretera Panamericana rumbo al sur, acompañado sólo de una productora peruana. Pasado el pueblo de Paipa, 380 kilómetros al sur de Lima, el automóvil chocó con un monolito justo en un ángulo conocido entre los locales como ‘la curva del diablo’. Gabriel Parra falleció en minutos”. Les entregamos aquí una columna en la que su autora recuerda ese día con ojos de niña.

Por @pecosvalpina
Tenía 11 años. Conocía la música de Los Jaivas por el fanatismo de un vecino al que le dicen Palomo, quien solía sacar los parlantes a la calle para escuchar a todo chancho esos temas de rock andino que yo repetía de memoria. Ese año la banda volvía a Chile después de mucho tiempo fuera y recuerdo que en mi familia, y entre los amigos de mis papás, había mucha ansiedad por esa visita. En todo Valparaíso se oían una y otra vez canciones como “Mira niñita” o “Mambo de Machaguay”.
Días antes del concierto que ofrecieron en el Estadio Playa Ancha acompañé a mi papá a esa misma cancha. Él tenía un partido ahí y al salir todos nos emocionamos al ver que los integrantes de Los Jaivas estaban ahí. Quedé helada ante la figura de Gabriel Parra, mi jaiva favorito. Mi mamá me había transmitido esa preferencia, seguro porque lo encontraba encachado. A mí me gustaba el sonido de su batería, siempre me ha gustado el sonido de la batería. Alguna vez quise aprender a tocar.
Era alto, vestía de negro y llevaba una polera de U2 que decía “Rattle and hum”. Eso me mató. ¡Le gustaba el mismo grupo que a mí! Mi mamá, bien calcetinera recuerdo que me dijo “anda, pídele un autógrafo”. Pero no encontramos un lápiz en ninguna parte. Me debí conformar con su abrazo y un beso. La escena quedó grabada para siempre en mi memoria.
A mis papás les dio miedo llevarme al concierto –el No todavía no ganaba- así que me dejaron en la casa. Puchas que estaba enojada. Nunca entendí esa decisión. Si un año antes me habían dado permiso para ir a ver a Los Prisioneros en el Fortín Prat y el recital aquel terminó en una trifulca. Arrancamos por todo Pedro Montt de los pacos y sus lacrimógenas, pero llegué sana y salva a mi casa.
Pero bueno, me perdí el concierto. Oía con envidia el relato de mi mamá y me alegré cuando se quejó del sonido. ¿Cuándo las bandas han sonado bien ahí?
Terminada su gira por Chile Los Jaivas volvieron a lo suyo. Pero el 15 de abril de ese año –un día antes de mi cumpleaños- otra vez sabríamos de ellos: Gabriel había muerto en un accidente automovilístico en Perú. Me acuerdo de eso y los pelos se me ponen de punta. En la radio daban la noticia una y otra vez y en el barrio no se hablaba de otra cosa. No lo podía creer, si sólo unas semanas antes lo había abrazado.
El Palomo estaba destrozado. Dicen que lloró cuando supo la noticia. Fue al Funeral, acompañó el féretro hasta el cementerio Santa Inés. Nunca había visto un cortejo tan masivo y hermoso. Otra vez la música de Los Jaivas inundaba las calles del cerro Monjas, pero esta vez las melodías sonaban tristes, nostálgicas. Nadie quería bailar.
En abril también se conmemora el aniversario del Club Deportivo Monjas, fundado el 24 de abril de 1926. Y ese 1988, como siempre, todos los monjinos tenían que celebrar. Incluso el Palomo. En el tradicional Baile Gran estábamos todos. Las mesas recibieron a los socios y vecinos de siempre, esos que me conocían desde que estaba en la guatita de mi mamá. Parece que esa vez nos sentamos con los González, la familia del Palomo. Éramos hartos. No faltó nadie.
Y cuando la fiesta estaba en su punto más alto, el grupo viene y se manda una de antología: se pone a tocar “Todos juntos”. La pista se llenó. Los músicos hicieron la mejor versión de la historia y alargaron hasta el cansancio el coro. En un momento el Palomo enloqueció y se puso a saltar gritando “Gabriel, Gabriel”. Todos lo imitamos. Chocábamos unos con otros, emocionados, con el puño en alto, repitiendo una y otra vez “Gabriel, Gabriel”.
Fue la mejor despedida.