El escritor Leonardo Sanhueza (Temuco, 1974) estuvo en Viña del Mar el pasado miércoles 14 de mayo, participando de un conversatorio sobre su obra Colonos (Cuneta, 2011), organizado por la carrera Licenciatura en Letras de la Universidad Andrés Bello. La palabra clave del encuentro fue “frontera”, seguida por “violencia”, en el contexto de la historia que relata y versa el libro, aquella de los inmigrantes europeos que no fueron grandes industriales ni terratenientes, sino derrotados extranjeros rodeados de muerte y locura en el sur de Chile.
Por Montserrat Madariaga Caro
Las historias del libro de Sanhueza ocurren a fines del siglo XIX, pero su trasfondo resuena hasta el día de hoy. Un ejemplo reciente: la huelga de hambre que sostuvieron durante 39 días, hasta el viernes 15 de mayo de este año, Luis Marileo, Leonardo Quijón y Cristian Levinao, mapuches reclusos en la cárcel de Angol, quienes mediante el uso de sus cuerpos como campo de batalla exigían la revisión de sus condenas y el indulto para José Mariano Llanca, enfermo de cáncer terminal. Este acontecimiento, como muchos otros, es una milésima parte del relato de más de 150 años de violencia y lucha de poder entre la comunidad mapuche y el Estado chileno. Es un hecho, por tanto, que pertenece a “la frontera interior” del país, esa que interesó al escritor Leonardo Sanhueza a escribir Colonos.
Según Sanhueza, nuestra frontera es singular respecto a otras, por ejemplo, a la frontera mexicana, donde se da una “típica sociedad fronteriza, con una ley devaluada y sujetos más nómades”, dice; en cambio, la chilena “es una frontera interior: la Araucanía limita con Chile por ambos lados, pero también es Chile”. Esta reflexión llevó al autor a la siguiente pregunta: ¿Por qué en la frontera interior chilena se dan elementos propios de las fronteras exteriores, como el caos y la muerte? “La violencia, la gente la lleva por dentro –dice el escritor-. Tiene que ver con su historia”, concluye. Por eso, se dirigió a los archivos pensando en relatar la experiencia de los colonos derrotados, los anti-épicos que no están en los anales del pasado oficial. Revisó más de 1.200 memorias, testimonios y relaciones. Fue al cementerio de Traiguén y vio lápidas de la época que decían cosas como “muerto acuchillado”. Pensó: “Llegaron con la idea de salvarse y les fue peor”. Era gente de ciudad, cuenta Sanhueza, que desembarcaron en una falsa tierra prometida siéndoles casi imposible sobrevivir: “Muchos vendieron sus tierras y se fueron a los pueblos, otros terminaron locos, muertos y hubo los que regresaron”. Estaban rodeados de un paisaje desconocido, de bosques no plazas, de árboles no calles, y eran interpelados en una lengua inentendible para ellos. Estaban en una zona fronteriza, allí donde, según Sanhueza, no corren las categorías binarias del bien y el mal, de la ley y el delito.
El escritor partió el conversatorio leyendo poemas de su libro La ley de Snell (Tácitas, 2010), que trata sobre fenómenos de la luz y el cual redactó en paralelo a Colonos. Explicó Sanhueza que fue necesario descansar de la escritura de este último libro, porque requirió “meterse en una zona de la historia de Chile muy dura, muy triste, conmovedora y sangrienta de la que uno no sale muy bien del mate”. En otras palabras, al contrario de La ley de Snell, Colonos indaga en sucesos de la oscuridad.
Colonos es un libro que tiene su propia frontera física: consta de dos partes, una escrita en prosa y la otra en verso. Esta división estilística corresponde a una simbólica: el primer capítulo relata desde el momento en que el joven ingeniero belga Gustave Verniory debido a la falta de trabajo en Europa, a fines del siglo XIX, decide venirse al sur de Chile a construir el ferrocarril. El apartado termina cuando la embarcación que trae a Verniory da la vuelta al estrecho de Magallanes y ve a lo lejos los bosques de la Araucanía, su último destino. Luego, el segundo capítulo, a través de poemas-testimonios, se arma con las historias de vida y muerte de los colonos y de Verniory, estando ya dentro de la frontera, pues en Colonos, ésta no se cruza sino que se penetra hasta perder el camino de vuelta.
Sanhueza leyó al público presente la parte del libro que va a adelantar los destinos de los afuerinos en la frontera, cuando Verniory un día antes de cruzar la línea del Ecuador se fascina imaginando el radical cambio de clima que estaba a punto de experimentar y piensa: “Tal vez había otros pares de opuestos que, como el inverno y el verano, fueran indistinguibles uno de otro bajo ciertas condiciones. El blanco igual al negro, la noche igual al día, la vida igual a la muerte: ¿era eso posible en alguna zona de frontera? Y acaso el bien y el mal, en su frontera, ¿eran iguales?” (22).
Esa entrada en una zona a-política, sin el ordenamiento y normativas de la cultura europea occidental, necesitaba de una expresión propia, de ahí el cambio de prosa a verso que, según el autor, no fue premeditado pero sí le hizo sentido después: “Al entrar a la frontera se produce un quiebre: la prosa es más amable, las palabras no están tan desnudas como en la poesía; en poesía las palabras están en su sentido más primigenio, más crudo, más sangriento”, explica Sanhueza. La forma poética, además, está emparentada con la tradición oral mapuche y con el ül; el escritor ve esta relación en la producción de poetas como Jaime Huenún e incluso en la obra de Raúl Ruiz, quien, dice, ha retratado la manera helicoidal en que hablamos los chilenos: “Nos interesa más bien la forma; eso es muy mapuche. El canto por sobre la historia es una idea muy fronteriza”, concluye el escritor.
En la zona fronteriza el miedo va a ser lo que causa la transformación identitaria de los inmigrantes: “Los hace convertirse en criminales”, dice Sanhueza. El poema “Verniory: el bautizo” es claro al respecto:
“Anoche desperté con los perros de Celestino Pérez
salí al patio, el ruido venía de las caballerizas,
y aunque sólo vi unas siluetas apagadas en la oscuridad
al parecer inauguré con perfección mi puntería
porque la sangre salpicó la empalizada y la maleza.
Un poco de insomnio, una costilla incómoda en el colchón,
una gota de sudor que sequé rápidamente: más allá de eso
la noche transcurrió en su longura, y los perros callaron.
Pero don Celestino me dice que los ladrones de caballos
son agentes de la policía, y ahora yo miro los perros
y los perros me miran, moviendo la cola. (40)”
El testimonio de Verniory es indolente ante su acto violento, no le interesa saber a quién disparó, ni si su acción fue realizada con justa razón. Literalmente, no le quita el sueño el haber herido o matado a alguien. Más aún, a través de don Celestino el lector se entera de que no hay autoridad a la que recurrir en caso de querer buscar protección y justicia. Es una situación de desamparo estable y prolongado, que difumina la división conceptual del bien y el mal.
Más que colonos, estos extranjeros son seres desterrados, pues lo que sienten es ganas de estar de vuelta en su patria, pero la “patria” es una palabra que no tiene sentido en la frontera, un ordenamiento que no es posible: “Mil veces pedí la repatriación, mil veces me la negaron” (83), dice el personaje Charles Girardet, a quien lo único que le queda es “un divertido relato” sobre el destino de su familia. Al llegar a la frontera, la esposa de Girardet quedó en estado vegetal, dos de sus hijos se volvieron locos y la restante es violentada por su esposo. El único nieto, loco también, se perdió “quién sabe dónde, en la miseria absoluta” (83). No hay familia, entonces, al menos no aquella concebida como el núcleo de la sociedad occidental.
Al finalizar el libro con esta historia, la de Girardet, queda la sensación de que en la frontera de Colonos no puede haber vida en sociedad, sólo disgregación, desmembramiento, cuerpos mutilados, horror. Surge la pregunta: ¿dónde están las comunidades mapuches? Estas se hallan más allá de los bosques, son invisibles sus integrantes a excepción de dos mujeres empaladas, elementos del paisaje de la frontera en uno de los poemas/testimonios. Los mapuches son parte del terror de los colonos, de su estado de paranoia, alimentado por la sensación de inminencia, que Sanhueza quiso plasmar: “la idea de que algo va a ocurrir y nunca ocurre”. Porque, justamente, lo que no sucede es lo que podrían haber esperado los inmigrantes: un asalto colectivo de los mapuches, o una mejor vida en el nuevo mundo. Nada de lo presupuestado acontece, sólo un caótico estado de violencia donde el dedo en el gatillo no hace distinciones de etnia, nacionalidad o rango. El far south chileno.
“La realidad se fragiliza”, dice Sanhueza y con esa idea termina el conversatorio con el autor, quien además acaba de publicar la novela La edad del perro (Random House Mondadori, 2014), que también se sitúa en un sur de Chile violento o violentado.