“La comunidad del azote”: Adelanto del nuevo libro de Natalia Berbelagua

En esos años éramos las novias de un grupo de neuróticos que se hacía llamar Los poetas de los últimos días. Les gustaba leer a Fernando Vallejo, preparar cocteles a base de ron y jugo de naranja homenajeando a Guy Debord, reír a carcajadas viendo escenas de Monty Phyton, soñar con tocar la guitarra como Johnny Cash, tener una banda de rock psicodélico, ser referentes en la poesía, hacer collages inspirados en Robert Hughes, tener una imprenta para llenar las calles de panfletos que decían: “El público no entiende nada”. Ellos también eran parte de ese público. No lograban entender qué era lo que los mantenía tan deprimidos.

Las depresiones se sucedían en oleadas. Caía uno por abuso de sustancias y luego otro por intento de suicidio, salían esos dos del cuadro consumiendo ansiolíticos de última generación hasta que sonaba nuevamente la alarma. Los actos más notables fueron un piquero en el Canal San Carlos y un salto mortal desde la ventana de un departamento en plena Alameda. Ahí estábamos nosotras como enfermeras de guerra, preparando el botiquín para el invierno, corriendo de acá para allá para colocar paños fríos sobre sus cabezas delirantes, abrazándolos en la mitad de la noche cuando despertaban presos del pánico. Éramos expertas en tratamientos, pero también en carpintería. Hacíamos enormes bodegas donde acumular el fracaso: cientos de libretas con ideas, guitarras destruidas, imágenes, máscaras de yeso, comics a medio dibujar, argumentos incompletos de series televisivas, falsas iluminaciones, poemas. Cientos de miles de poemas.                            

Paulina se enamoró del más histriónico del grupo, el maestro de la gesticulación, Matías. Era el que tenía más arrojo: un día quiso ejercer la pedagogía con pasión y se matriculó en la carrera de Castellano de una Universidad de Valparaíso, luego se aburrió y quiso ser marino mercante, estuvo en España trabajando en el frigorífico de un matadero, enviaba cartas con fotografías de animales enormes colgando de ganchos y formando piscinas de sangre, quiso ser director de una revista literaria que solo alcanzó a ver tres números, fue dueño de una sanguchería, tuvo un pequeño negocio de libros robados, fue obrero y también campesino. Con el mismo ímpetu con el que se entregó a cada uno de estos oficios, se dejó ir en la manía y en la depresión. Paulina rompió decenas de cartas suicidas, botó cuerdas y escondió revólveres, de una u otra forma se acostumbró a lidiar con la muerte.

Tatiana era pareja del único profesional del grupo, un economista que no hacía más que capitalizar sus celos con ella bajándole la falda, increpándola por hablar, vestirse, reír o comer de tal o cual manera. Se conocieron cuando ella tenía catorce años, durante una década estuvieron odiándose y amándose con la misma intensidad. La conocí en una de esas clásicas reconciliaciones. Francisco en cierta forma odiaba su trabajo, hubiese querido dedicarse a la música. Era uno de los más talentosos, pero también uno de los con peor carácter. Varias veces recibí llamados de Tatiana en la madrugada, Francisco tenía la pésima costumbre de discutir con ella a altas horas de la noche y sacarla de la casa a empujones. 

Agnes llevaba unos veinte años con el mismo hombre, que tenía una mala suerte brutal. Hubiese sido interesante hacer una estadística de sucesos anuales. Lo asaltaban unas cinco veces por semestre, cuando había que hacer algún arreglo en casa todo terminaba con roturas de cañerías, amagues de incendio o fugas de gas. Solía resbalarse o caerse en eventos masivos. Una vez trató de subir a un camión donde tocaba una banda de metal en medio de una caravana, pero cayó de espaldas y sufrió una lesión de por vida. Después de eso nunca más consiguió un trabajo estable. Una noche llegó a la casa en calzoncillos, llorando. Agnes antes que cualquier cosa pensó en una violación. Ambos vivían en una vieja casa del Barrio Puerto donde se daban las peores peleas que haya presenciado. Raúl no era uno de los poetas de los últimos días. Agnes sí se convirtió en azotadora, nos conocimos en la Universidad el año 2003.

María era la mejor amiga de los poetas de los últimos días. Fue la que inició sexualmente a uno de los líderes del grupo. Si bien nunca fue pareja de alguno de ellos, años más tarde se puso de novia con un tipo que cumplía a cabalidad con el perfil. Era un buen fotógrafo, pero amaba la música, y para esa disciplina sí que no tenía ningún talento. La hacía escuchar por largas horas soporíferas composiciones experimentales que creía que en cosa de tiempo las transmitirían por la radio. María, dispuesta a todo con tal de verlo feliz, gastó todos sus ahorros en pagar porque una de esas canciones saliera al aire por una radio local. Aún no entiende cómo, pero Fernando se enteró. Su depresión fue aún mayor, y decidió nunca más mostrarle su trabajo. Al menos dejó de torturarla con esa música espantosa.

El arte nunca fue la causa del fracaso amoroso de Valentina, en su caso eran las drogas. Su pareja, Cristóbal, no toleraba la lucidez. La marihuana jamás fue un problema en su relación, sino la gran variante de alucinógenos que consumía al mes. Si no era ácido, era San Pedro, si no eran anfetaminas era chamico, si no era floripondio podía ser cualquier cosa. Valentina era todo lo contrario, su único descontrol era en contadas ocasiones y estaba relacionado con bebidas alcohólicas. A Cristóbal siempre se le veía en actitud sospechosa, nos hacía jurar que no le contaríamos a su mujer que lo habíamos visto con la mirada perdida o camino a un cocimiento de mezcalina que lo mantendría fuera dos días: “Le dejé una carta en la casa, por favor no le digan nada” decía.

El caso de Nidia era grave, Lautaro estuvo dispuesto a saltar por el balcón del departamento cuando ella amenazó con dejarlo. Presa de los nervios se acercó a mirar y lo vio tirado en medio de un charco de sangre mientras se escuchaban débiles peticiones de ayuda. Ella corrió de inmediato a esconder las plantas de Cannabis en casa de su vecino antes de bajar a auxiliarlo. Cuando logró llegar a su lado lo vio en todo su esplendor de patetismo. No podía moverse, solo le pedía disculpas por haber saltado.  El idiota cayó sobre un trozo de pasto, pero ni eso lo salvó de una fractura craneal. Nidia tuvo que cuidarlo día y noche, observarlo con esos horribles armatostes que le sostenían la cabeza. 

No era el arte, ni las drogas, ni los celos, ni la mala suerte ni la depresión. Era que por alguna razón no sabíamos mantener relaciones con tipos normales. Nunca vi alguna de mis amigas paseando de la mano de un tipo de corbata o con un buen trabajo, o que quisiera casarse o tener hijos, nuestros temas no eran los pañales, ni las vacaciones, ni las suegras. Nos conocíamos al revés y al derecho el catálogo completo de psicotrópicos disponibles en las farmacias, qué hacer en caso de encontrarse con alguien que cuelga de una viga y aún tiene pulsaciones, incluso algunas cosas más simples o anecdóticas como en qué año se creó el Theremín. Fue en 1919. Jamás podría olvidar algo así.                                                      

Empezamos a golpear por rabia contra nuestra vida, la sociedad, nuestras parejas, que de alguna forma era nuestra propia decisión de mantenernos marcando el paso, pero por más de una razón no podíamos terminarlas. No teníamos trabajo, no uno decente, si es que eso existe. Éramos meseras en lugares donde nos explotaban, promotoras de productos cancerígenos, peluqueras caninas en centros de tortura para animales, amigas de lo ajeno. Robábamos para divertirnos porque no teníamos plata, y no concebíamos no salir, no disfrutar, no entregarnos al capitalismo como lo hacía todo el mundo. Queríamos vivir mejor, pero no estaban las condiciones. Arrastrábamos un lastre de dolor por asuntos de nuestra infancia y la crianza religiosa y estábamos dispuestas a todo con tal de quebrarla. No era Jesucristo el problema, ni la iglesia en sí. Era ese absurdo de la culpa que no nos dejaba vivir en paz. Ante cualquier goce, pensábamos en los niños de África, muriendo desnutridos. Si íbamos a bailar, se nos venían imágenes de personas en sillas de rueda, si queríamos masturbarnos, no en grupo, como lo hacen los hombres adolescentes, se nos venía encima la cara de nuestras madres, o peor, esa imagen de la palma de la mano con pelos, como el santo y seña de ser pecadoras. Puede parecer absurdo, o anacrónico tal vez, pero si se escarba en los pensamientos que como ráfagas vienen a destruir las ideas libertarias, se darán cuenta que tenemos una cloaca en la psiquis.

Nos pusimos de acuerdo después de juntarnos a robar en un supermercado. El capital y las grandes empresas sí que no nos daban culpa, porque nos habían enseñado que Jesús había echado a los mercaderes del templo, y además un rico no podía entrar al cielo. Era más fácil que lo hiciera un elefante por el ojo de una aguja. Una tarde entramos al lugar después de ir a las pegas de mierda donde hacíamos poco y nada hasta la hora de salida dando lo menos posible. Hastiadas de tanto ver papeles y con tan pocas consideraciones con los empleados, no nos quedaba otra que cagarnos al sistema mínimamente. María era una estratega para robar licores utilizando a las viejitas que se demoraban diez minutos en revisar una etiqueta. Tatiana era buena para las latas y las conservas. Paulina para robar carne con una mochila que tenía un tajo a la mitad. Aun no éramos vegetarianas y hacíamos unos asados groseros de wagyu, avestruz o jabalí. Mi talento eran los quesos. Llenaba una bolsa con dos tomates y seis quesos Edam, que no se distinguían por ser rojos y redondos. También alguna vez me puse un Philadelphia al oído para hacer que hablaba por teléfono. Todas estas manías surgieron por astucia, con el fin de cohesionar un grupo aparte de los malos pololos que nos habíamos buscado.

Después de una de esas operaciones, nos reímos hasta el cansancio de nuestros puntos en común. Éramos jóvenes, aun no cumplíamos veinticinco años, éramos medianamente cultas. Nos portamos mal esa noche después de contarnos todas las veces que nos ocurrieron cosas en la calle: tipos en bicicleta que nos dieron un agarrón, gritos con palabras obscenas, toqueteos indebidos y abusos de todo tipo que en algunos casos rozaron la violación. Digo que nos portamos mal porque salimos todas a la calle eufóricas y algo ebrias para hacer un experimento. Le hicimos una encerrona a un tipo cualquiera que pasó por la calle. Lo olimos como si fuéramos perras, le desordenamos el pelo, no lo dejamos pasar. Ese individuo que se nos cruzó en el camino, de seguro no entendió nada, pero vimos su cara de desconcierto y miedo, que era lo que nos había ocurrido a nosotras. Corrimos mano a diestra y siniestra en una disco. Le lanzamos una botella de agua entera a un hombre que sufría una pálida sentado en una silla. Con silbatos interrumpimos con otro ritmo las canciones de Chico Trujillo, que tocaba en una salsoteca. La noche se extendió lo suficiente hasta sentirnos poderosas. Puede parecer una estupidez, de un romanticismo brutal, pero cada paso dado nos fue acercando a lo otro. A eso que no nos provocó orgullo, pero nos conectó con lo primitivo. Brujas antiguas sin quema ni castigo.

En la siguiente junta, ya con un bar que daba envidia y que guardaba en un viejo velador que era de mi abuela, al lado de una parrilla humeante, fumando marihuana robada por una de las amigas a Antonio que era dealer, fuimos un tanto más lejos. ¿Qué tal si toda la rabia acumulada servía para algo? Pensamos en posibles opciones que fueron desde la filantropía a la violencia. Ahí nos detuvimos. Decidimos hacer otro experimento, que consistió en subir un aviso a una página en internet donde nos definimos para subirnos el pelo, como mujeres bellas y elegantes que queríamos organizar sesiones con látigo, sin sexo, con el fin de divertirnos. Fue tanta la euforia después de darle clic al anuncio, que terminamos bailando semi desnudas en el patio, obviando que tenía compañeros de casa y era un día laboral.

*La comunidad del azote se puede adquirir en en preventa a $10 mil al mail aguarosaediciones@gmail.com

Comenta desde Facebook

Comentarios

0 replies on ““La comunidad del azote”: Adelanto del nuevo libro de Natalia Berbelagua”