Unas esporádicas visitas a la casa de Loro Coirón invitan a seguir el camino de sus grabados en la ciudad.
Por Cristóbal Gaete
A los pies del cerro Cordillera, está la casa de Thierry Defert, el grabador francés más conocido como Loro Coirón. Ahí están apilados los lienzos con sus obras, otras están enmarcadas, también hay postales. Hay muchísimas: el artista es el más icónico y vendedor de Valparaíso. Además, está una prensa de grabado que parece un ovni: hace imaginar una grúa horquilla por los pasajes que llevan a su puerta.
Unos metros abajo se despliegan los rasgos característicos de la identidad porteña, que tiene sonido. Tanto en una estatua en la plaza Echaurren como en el bar Liberty, el más antiguo de la ciudad; allí siempre se podrán escuchar los boleros del cantante Jorge el negro Farías.
Desde el amplio patio de la casa del Loro Coirón se ve ese movimiento popular, a veces oscurecido por la drogadicción y alcoholismo de los más fieles parroquianos de las veredas. Pero tras esa capa evidente, hay otros movimientos que nos devuelven al carácter de un puerto vitalista. Es como volver al tiempo donde Carlos Pezoa Véliz escribió su crónica La plaza de la miseria, a comienzos del siglo XX:
“¡La he visto tantas veces! El pacífico y atareado transeúnte que en pleno día pasa por allí, en dirección al trabajo o de vuelta de él lleva demasiada prisa y no tiene tiempo de detenerse a contemplar aquella miseria que nos sale al paso. ¡Qué diablos! No es cosa de perder los minutos en estériles filosofías cuando el trabajo aguarda impaciente, o el estómago canta la canción del apetito. ¡Ah, no, por cierto! Cuando más, habrá oportunidad para colarse en la bodega subterránea y apurar en silencio el sorbo de aperitivo…”.
Entre todo ese movimiento, que todavía permanece, un hombre mira, registra, ilustra, graba. Justamente el Loro ha señalado su trabajo como crónicas gráficas. Al igual que Pezoa, retratan un momento de ese movimiento que partió antes del texto o grabado y continúa fuera de ellos.

Una digresión francesa
A principios del siglo XX, otro viajero francés se metió en el alma de la ciudad: Emile (o Emilio) Dubois, la segunda animita más importante de Chile. Para la aristocracia de la época, un asesino, para los porteños, un santo, un comodín, dispuesto en el cementerio n° 3 de Valparaíso, en Playa Ancha, para conceder los deseos más urgentes. ¡Qué lugar! Aquel cementerio es el que más se parece a un cerro local, por la forma de que en medida que se sube las tumbas se van volviendo más precarias. Y en la esquina, al final, Dubois.
¿Qué sensibilidad francesa conectará tan profundamente con el pueblo de Valparaíso? No tenemos la respuesta, pero parece una devoción recíproca, porque parte del mito de Dubois es que desparramaba la riqueza que tomó de los aristócratas. Un mito tan seductor como incomprobable.
Mientras Dubois era preso, entrevistado por los medios de prensa que convirtieron su caso en un folletín, los porteños en las calles se lanzaban a meetings (un término muy anarquista) para salvar la vida del aparente culpable. La misma plaza Echaurren era sin duda parte de ese camino. En mayo de 1903, por ejemplo, cayeron algunos de los cuerpos que buscaban reivindicaciones para los trabajadores portuarios.
Entonces, en paralelo al desarrollo de la prensa moderna, existía otra forma de comunicación: la Lira Popular. En versos se contaba la realidad. El fusilamiento de Emile Dubois, en donde hoy está el Parque Cultural de Valparaíso, fue contado por Daniel Meneses, que le puso a su página El triste fusilamiento del inocente Emilio Dubois en Valparaíso.
En la lámina hay también un grabado el que retrata la realidad: hombres uniformados idénticos disparando a Dubois. En tiempos donde se competía con la imagen, el grabado seguía teniendo un lugar relevante. Hoy, para la identidad porteña, los grabados del Loro Coirón tienen ese lugar relevante. Así, se ven sus láminas, por ejemplo, entre camisetas y fotos de equipos de Santiago Wanderers en el restaurant Doris, uno de los más democráticos del barrio Puerto. Son un documento hacia el futuro, una botella enviada hacia el mar del tiempo y que desafiará, en su calidez, el registro obvio, audiovisual, el que probablemente tendrá más basura que la más sucia quebrada de Valparaíso.
Dignidad
Sus grabados entienden el poder de la imagen y la representación, pero también del texto, en una época en que la síntesis manda. Si en la plaza Echaurren mítica lo que se lleva son las cuchilladas, el Loro tiene afilado su lápiz para clavarlo en nuestro corazón. Así puede escribir en la parte baja de sus obras Como si la vida fuera a durar para siempre. Y no va a durar, claro. Pero los grabados del Loro estarán dentro de muchas casas en Valparaíso y en el mundo entero para hacer durar la vida porteña. Concedámonos un momento de imaginación: podrán sus personajes volver a caminar en la ciudad incluso, de lo vivos que están en las paredes.
Más allá de su propiedad del cerro Cordillera, hay otros lugares que se han vuelto casas del Loro. Lugares que hablan en sus distintas intenciones de formas del consumo cultural local. Uno clave para la circulación y también para la identidad de los porteños es la librería Crisis, al lado del terminal de buses. Hace un año falleció su histórico dueño, Mario Llancaqueo. Él supo reconocer el valor y el negocio de tener al Loro Coirón. Sus láminas y postales siempre estuvieron disponibles, y cuando el Loro lanzó su libro de artista, ese fue el lugar que decidió lanzarlo y convocar, pese a lo mínimo del espacio, a sus devotos y personajes. Allí parece haber comprado la mayor parte de los libros de su biblioteca, llena de autores chilenos y ediciones usadas. Donde conviven Joaquín Edwards Bello con cuadernitos del mundial de Francia 1998 en su idioma original.
Podría haber elegido otro lugar: Bahía Utópica, que en la calle Almirante Montt tiene una oferta permanente para los turistas de las láminas del Loro. Un lugar que refuerza el discurso de Valparaíso patrimonial, que parece estar diseñado para cualquier persona que no sea porteña. Vaya paradoja: ilustraciones de barrios a los cuales un turista estilo cerro Alegre no se asoma.
“Llegué a Valparaíso y fue como ver a una ciudad olvidada, lejos de los medios, de la moda y de todo en la época. Pero que tenía su dignidad. Hoy hablamos mucho de eso, y Valparaíso ya lo tenía en aquella época, una dignidad e identidad propias”, dijo el artista hace unos meses (The Clinic, 2021).
Dignidad. Qué palabra más cargada de significado en este tiempo. Si el estilo documental de los fotógrafos que abundan en América Latina alucina con los lugares más peligrosos, aun arriesgando su cámara, el hecho de ilustrar es otra cosa. Es bello y cercano, alegre, incluso, como una tira cómica. Un arte para todos.
¿Pero dónde está el lugar para todos? Parte fundamental está en la elección de los espacios de trabajo. Un lugar clave son los mercados. Ahí está plagado de los gatos porteños que atrapan cada postal. También los caballos que todavía enfrentan las calles porteñas. El trabajo y la convivencia. Lugares con una larga historia y que, si siguen de pie y funcionando, es porque el cotidiano los hace vivir. No son una representación patrimonial, son actos continuos todo el tiempo.