Girls & Boys: destripar la mercancía

Por Ignacio Barrales Pizarro

La última obra dirigida por Alfredo Castro es un drama inglés del dramaturgo Dennis Kelly, pero que puede ser perfectamente uno chileno: un buen cagüin. Otro punto de fuga de la globalización y la industria cultural: lo ha hecho todo asimilable, incluso los destinos humanos, las batallas más íntimas. Bajo ciertas modificaciones de texto y la responsabilidad de la actriz Antonia Zegers, se levanta una representación que no tiene escrúpulos en adelantar pequeños atisbos de la catástrofe. “En la segunda parte llorarán”, nos dice el alma de la fiesta, si la memoria no nos falla.

La obra trata sobre una mujer que realiza un stand up comedy con el fin de dar a conocer su “particular” historia y, con ello, purgarla. Es el sustento de su biografía, al menos desde el fin de su relación con esa pareja de “toda la vida” y posteriormente la inserción en un mundo laboral dominado por las lógicas patriarcales. Siendo astuta y leyendo uno que otro libro de autoayuda de Carmen Castillo -como “ratón en el Mc Donald buscando una oportunidad”- decide probar suerte en la industria cinematográfica al tiempo que conoce al futuro padre de sus hijos. De esta manera, el relato se urde entre los diversos temas con los cuales se codeará: los contrastes del amor, la competitividad laboral, el mercado del arte, la envidia entre parejas, la violencia masculina. Despierta entre los umbrales del más allá y del más acá, la mujer transita en una duplicidad de espacios: el externo (el show) y el interno (el behind the scenes, lo que es lo mismo: sus vísceras).

Transgrediendo una supuesta estructura dialéctica en donde tesis y antítesis desembocarían en una especie de resignado humor, lo que obtenemos es un apabullante develamiento, un pasmoso oleaje del eclipsado panorama que esta mujer adosa a su irrisorio testimonio. Como pegado a éste, entendemos que la tragedia siempre estuvo allí, precisamente donde más lo disfrutábamos. De alguna forma, las risas se nos devuelven como un reflujo ácido que sube por nuestro esófago y nos susurra al oído: “ahora tú también eres cómplice”. Entonces comprendemos la naturaleza del espectáculo: no era más que la ablución de un cuerpo no destruido sino destrozado, que intenta asirse a sus miembros por medio del relato. La violencia con que se nos devela el secreto, sobre el cual gira en ese vacío de lo que no está dicho, es consentida precisamente porque está a la altura de la misma violencia: nos hace creernos merecedores de ella. Nos quedamos sin palabras, en un hilo de respiración, incómodo, que pronto se corta.

Si bien, podemos ingresar a lecturas de feminismo psicoanalítico, incluso antropológico, ante la cuestión no menos sugerente de la “violencia masculina” como “violencia originaria” en la sociedad (es decir, en tanto principio hegemónico de una cierta masculinidad), nos remitiremos en esta ocasión al enfoque de su medio de producción, a saber: el stand up comedy. Primero debemos considerar que la obra es el relato de una mujer destrozada, pero también el montaje del “espectáculo” lo es. Es decir, independiente de la diferencia académica entre “texto dramático” y “texto espectacular”, aquí lo que aparece es un problema viejo: el del engaño. El teatro considerado como engaño es una condición que data desde Platón hasta el cristianismo e, incluso, se extiende a nuestros días, manifiesta en la típica exigencia del “a ver llora” para identificar la calidad de “engañadores” (camaleones) del actor/actriz. Sin embargo, el montaje es, en cierto modo, engaño. Un engaño que público y productor aceptan como contrato intrínseco entre las partes en la medida de su funcionamiento. Entendámoslo [el engaño], entonces, vaciado de su contenido moral.

Accedemos a un teatro para ver una “obra de teatro”, pero somos interpelados por un “espectáculo de comedia” que es en realidad un drama de una mujer que busca una salida en una “obra de teatro”. La descripción es escueta, sin duda, pero precisamente porque intentamos desmantelar lo montado: su estructura. A lo que asistimos es a un trabajo de capas, minuciosamente superpuestas, una sobre otra. La representación que se hace pasar por presentación, luego la presentación que vuelve a la representación y, finalmente, el divorcio de la representación por despojo de la actriz de su vestuario. En este sentido, el montaje mismo acontece en la medida de su propio develamiento, al igual que el relato de la protagonista, hasta llegar a los huesos. En tal caso, el stand up es utilizado como medio por alguien (en palabras de su director a radio Beethoven) “que requiere de la teatralidad, de la comedia, para sobrevivir a una afectividad muy dolorosa”. Dicho de otra manera, el formato “standapero” pasa a ser un soporte en función de las pulsaciones de un personaje que no encuentra salida en un afuera demasiado estrecho, asfixiante. La salida, por tanto, así como en el informe de Peter El rojo (Kafka), es la adaptación, el comportamiento, la performance de sí misma en un mundo que ha hecho del cinismo y la ironía un paliativo de sobrevivencia. Y, si consideramos que aquella teatralidad está al servicio del stand up, lo que requiere el personaje para su liberación no es la teatralidad en sí sino el show que se hace con esa teatralidad, a saber: su risa-mercancía.

Al igual que como mencionábamos en la crítica a Cover de Teatro La María, lo que apreciamos es la tendencia a un procedimiento creativo inserto en las lógicas del mercado y que hace uso consciente de las mismas. En el caso puntal, se trata del stand up comedy, formato que hace del comediante, del que “se pone de pie”, mercancía singularizada. Precisamente porque sobresale de la masa, su rostro, sus cejas, su voz (en fin, su material cómico en totalidad), deviene objeto de culto. En este sentido, como diría Benjamin, no dista del brillo dudoso de las estrellas de cine, aún encadenadas a la explotación capitalista, por más crítico que sea su contenido. Sin embargo, en la puesta de Girls & Boys vemos lo contrario, acontece su inversión. El molde de reproducción del stand up, vaciado de experiencia ritual, se llena de “aura”, por así decirlo, de presupuesto “único e irrepetible”: redefine las molduras de producción espectacular del cotidiano, lo revitaliza, le entrega posibilidades.    

“Todo lo que empieza como comedia indefectiblemente acaba como tragedia” escribió Bolaño en su novela Los detectives salvajes, llegando al final, situándonos en una feria del libro, entre escritores y críticos que piensan más en la literatura al servicio del mercado que como instrumento de emancipación. Del mismo modo, podemos preguntarnos, ¿qué sucedió con la risa ritual liberadora, aquella de la que nos hablaba Clarissa Pinkola en sus fábulas griegas? Si las vanguardias comenzaron como comedia, porque precisamente la broma fue la ganzúa del l’art pour l’art, entonces en Girls & Boys la tragedia se abre en dos para destripar la mercancía y mostrarnos su interior: ese resto de humanidad opaco. En este sentido, el uso del telón en tanto segunda piel que recubre las vísceras del show es primordial; éste trasciende su carácter ornamental y deviene órgano palpitante, autónomo, como si lo que presenciáramos en su levantamiento e irresistible caída fuese el ingreso museístico del trauma. Es decir, somos testigos del desmoronamiento del recurso, aquello que recubre el cuerpo desmembrado en su aparecimiento único. De ser un espectáculo más terminamos con uno menos, inmersos en un vacío que los aplausos no tardan en llenar, ahogados en una risa incomprensible para nuestros tiempos de velocidad y ganancia.    

Ficha artística

De Dennis Kelly | Dirección: Alfredo Castro| Traducción: Andrés Kalawski y Milena Gass | Asistente de direccción: Víctor Valenzuela | Elenco: Antonia Zegers | Producción ejecutiva: Marcos Alvo Kalderon/ Diseño: Rodrigo Ruiz| Música: Miguel Miranda| Coproducción Teatro UC y The Cow Company.

Comenta desde Facebook

Comentarios

Tags from the story
,
0 replies on “Girls & Boys: destripar la mercancía”