
Por Sylke Springer
Dicen por ahí que un día un pez, que por motivos de salud había perdido a su cardumen, se encontró con un pelícano. Éste, con su pico hambriento y refunfuñando, lo miró y le dijo:
– ¿Oye tú, qué estás haciendo ahí?, por qué no huyes de mí, yo busco alimento y tú te entregas así como así.
El pececito, indefenso y endeble le respondió: – Señor pelícano, no se da cuenta usted que me estoy entregando. Necesito que me coma para que, cuando vayamos volando alto, bien alto, pueda hacer un agujero en su boca y mirar desde arriba; así encontraré a mi familia.
– Tú debes estar loco, contestó el pelícano. ¿Crees que con el hambre que tengo, te voy a guardar en mi hocico? Te tragaré lo más profundo que pueda, para que sacies mi apetito. Nunca encontrarás a tu familia.
– Bueno respondió el pez, como quiera, haga usted su trabajo. Y se tragó el pelícano al pececito.
Muy pensativo se quedó el ave, y de tanto pensar, no le entró en provecho. Así, decidió pasar días enteros buscando peces indefensos. Es más, pasaron días, meses, años, y ahí seguía el pelícano, gordo como globo de tanto comer.
Lo que no sabía el pájaro, era que dentro de su barriga, miles de peces se reencontraban con su familia.
Y es por esta razón que desde ese día se cuenta que hay pájaros que, de tanta ambición no quieren volar, y peces que aunque quieran, no pueden respirar.