El dulce rumor de lo cotidiano: Una guinda en la guata, de Emilia Macchi

Por Eduardo Bustamante F. 

El catálogo de Provincianos Editores, sello reciente pero de una impronta que ya destaca en el panorama editorial independiente -ya sea por sus logrados diseños o por la versatilidad de sus títulos-, le da gran cabida a la narración breve. Varios de los libros de relatos que han publicado han recibido atención por parte de los medios, mismo caso que el de las novelas a su haber. Por mencionar algunos ejemplos: Punto de quiebre de Gabriela Flores (1994), Iluminación artificial de Christopher Vargas (1993) o Cachivaches, de Diego Riveros (1992). Dichos títulos también coinciden en el hecho de ser las primeras obras de sus jóvenes autores y autoras, lo que aplica para el caso de Una guinda en la guata (2022), de Emilia Machi (1991). 

Una guinda en la guata reúne seis relatos breves de más menos la misma extensión, en los que puede notarse la constante de una atmósfera peculiar a pesar de la diversidad en los hechos narrados. Si hay que identificar un eje, creo que es necesario mencionar las jornadas de trabajo como estructuras de una rutina, por un lado; por el otro, el cómo mujeres jóvenes (las protagonistas indiscutibles del volumen) se enfrentan a dichas estructuras, y qué relaciones establecen en el intertanto.

“Cosechar y comprar”, el segundo relato del conjunto (y uno de los más logrados), ilustra bien lo mencionado antesa. En él, Macchi nos narra la relación entre Camila y Bea, que se encuentran en situaciones laborales distintas. Camila trabaja como guía turística en una Viña, y Bea como vendedora en una tienda de ropa en el mall. Camila está cómoda, feliz; Bea no. Puede parecer una minimización burda del argumento, pero es alrededor de esta dicotomía base que la relación se define; las posibilidades de una rutina en común (o no), la sensación de poder crecer en compañía o sentirse estancadas al respecto, o el simple hecho de entender cuán importante han sido sus trabajos (sobre todo para Bea) para el avance de la relación, son algunas de las cuestiones que la autora toca de manera sencilla.

No existe adorno en el lenguaje, pero sí el intento de construir intimidades de manera muy bella. En este caso, mensajes de WhatsApp intercalados en la narración marcan el paso de las horas y los ánimos, entablando una cercanía muy verosímil hacia el lector.

Algo similar ocurre en “Niño – Palta”, con la salvedad de que en este caso lo que sabemos de los protagonistas del cuento (el Niño palta y la Dentista) solo lo conocemos a través del trabajo que realizan. El por qué, desde cuándo, y en el cómo afecta en gestos mínimos del día a día; lo que ven en otras personas, el humor del que hacen gala, etc. La relación que ambos entablarán pasa a ser secundaria, de hecho: solo importa en cuanto demuestra la definición que de ellxs hace su trabajo.

Ese detalle, el que el eje sean elementos poco convencionales, se repite en todos los cuentos, ya que conceptos como inicio, desarrollo o desenlace no parecen tener mucho peso en las narraciones de Macchi. Lo que destaca son las situaciones, las casualidades que llevan a ellas y el cómo se disuelven, sin más: la vida es así. No asistimos a capítulos finales de todo lo que nos sucede, y es por ello que muchas cosas siguen rondándonos, como fantasmas. Por lo mismo, la mayoría de los relatos (si es que no todos) dejan la sensación de tener finales secos y abruptos.

“Una guinda en la guata”, el relato que da nombre al libro (muy llamativo, por lo demás) vuelve a dotar con un cargo la capacidad de definir a una persona. Esta vez a un grupo de mujeres que trabajan en una oficina: La Diseñadora, La Encargada de prensa, la Informática o la Coordinadora, por mencionar solo algunas, conforman una especie de cuerpo orgánico, de un compañerismo implícito, donde cada una es consciente de su lugar sin que sea una situación que deba conversarse. Es bello el ejemplo que de ello da la felicidad tan elemental de responder correos de la Encargada de Prensa: “A pesar de llevar cuatro meses, todavía no se acostumbra al placer inmenso de escribir los correos en plural femenino: “Quedamos atentas”, “lo que nosotras buscamos”, “estamos principalmente enfocadas en…””.

Este cuerpo orgánico también es una zona segura, de defensa: un asalto mediante la comentada (y cuestionada) burundanga a la hermana de la Informática termina en una compra colectiva de gases pimienta para la oficina, en un acto casi reflejo. Porque, ¿qué es lo que habría de cuestionarse?

Uno de los puntos más destacables del conjunto es el estilo limpio y suave con el que la autora desarrolla las acciones. A pesar de los conflictos (que los hay) o de la crítica constante al ritmo de vida con que se mueve la ciudad, la narración no carga lastres innecesarios. Inclusive, otros elementos delicados de manejar por ser tema recurrente en la narrativa chilena de los últimos años (historias del tiempo del país en dictadura, o distintos tipos de darle espacio a lo coloquial) aparecen aquí sin mayor revuelo, como parte de un solo flujo muy bien encauzado.

En cuanto a la importancia del trabajo y la rutina en los relatos, que mencionaba más arriba, me parece crucial lo que la autora comente el tema en una entrevista para Revista Lector: “A varios personajes también les cruza ese sentimiento contradictorio que nos gatilla la rutina laboral: hay momentos del día que uno se aburre y quiere que pasen cosas nuevas, sorprendentes, y que tu vida cambie para siempre, y obviamente, hay otros momentos en que uno se siente cómodo en su rutina, y le encanta saber que el día siguiente será igual y así hasta el infinito”.

La contradicción como un elemento más del paisaje: constante en nuestro trabajo, pero también (como demuestran cuentos como “La Comandante Tamara estudió aquí” o “Hora de almuerzo”) en las particularidades de las amistades que forjamos (sobre todo más jóvenes, cuando no nos preguntamos mucho el por qué las formamos) o en el diálogo que llevamos con nosotrxs mismxs en los ratos muertos de una tarde cualquiera. Una guinda en la guata sigue una línea de libro de relatos que se ha solidificado y diversificado en la última década en Chile, sobre todo a través de apuestas independientes (pienso en los “hits” del género: Qué vergüenza (Hueders, 2015) de Paulina Flores y Quiltras (Los libros de la mujer rota, 2016) de Arelis Uribe), pero con el novedoso gesto de darle una vuelta a las horas “muertas” de la jornada laboral y a las particularidades de nuestras relaciones modernas, llevadas a la rápida y entre pausas.

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