Por Enrique Winter
Hace días puse una película de Chris Marker que no recordaba haber visto y hace minutos me pasó igual con una de Farocki. Darme cuenta en las primeras escenas solo confirma mi temor a perder la memoria, la propia luego de tanto pensar en la ajena que llevó a la derrota del Apruebo y a mi exilio, guardando las debidas proporciones.
Tipeo acerca de los libros que he leído estas cinco semanas en globo, porque creí olvidarlos mientras los iba leyendo. Tampoco me siento mejor frente al brillo de la pantalla: las letras se esparcen como el polvo de cacao que le echan al capuchino acá en Colonia y luego se disuelven como mis motivaciones para la escritura; a veces soy el punto azul desplazándose en el mapa cuando falta la señal de dirección. Entonces me impongo una, recuperar lo que deja un libro desde las primeras sensaciones que vengan a mi desmemoria, como si te las contara en un café de Valparaíso, porque ya “casi no pienso, salvo cuando estoy hablando. Por eso hablo tanto”.
Me representa este apunte de Susan Sontag, pero los vocablos que escucharías en el café son de Laura Wittner. Los incluyó en Se lee y se traduce, una bitácora contra la memoria perdida en el oficio que es también un manifiesto de amor a las palabras y a las demás personas, que habremos de traducir si queremos comprenderlas un poco. Como en sus poemas, la argentina se las ingenia para colar la luz entre la melancolía y la voz baja, para enseñarnos, en cada uno de los sentidos que ofrece el diccionario.
En los ensayos a modo de crónicas breves de Caminantes, su compatriota Edgardo Scott equilibra la reflexión aguda con la reverencia del fan que busca un modo de vida en sus referentes, con un entusiasmo contagioso aun en cierta inocencia. Recuerdo algunos temas (flâneurs, walkmans y peregrinos) que operan como cajones de sastre en los que todo cabe y también la capacidad de Scott para darles una vuelta menos explorada desde la fe o la música popular. Wittner y él piensan en vivo: varios de los hallazgos parecen encontrados sobre la marcha, en algo que brotó de la cadencia, de la asociación de imágenes o contradicciones que segundos antes no estaban ahí.
Del venezolano Luis Enrique Belmonte recuerdo tres poemas espléndidos de Provisorio, uno protagonizado por la noche como forma desbordada de los sentidos, otro sobre el hijo que empecé leyendo con los ojos de un padre y a poco andar me sujetó al primer rol, conmovido por las tramas de afecto y poder dentro de cualquier familia, algo que he visitado más en las películas que vi estas semanas. El tercero es un poema en torno a las urracas de quien intuyo ha llegado a Madrid, donde me regaló 40 consejos para un perro callejero. Soy eso en el horóscopo chino y me evocó El arte de ser feliz de Schopenhauer, sacándome sonrisas para salir a flote como el perro de Goya. Simpática la disposición gráfica también, para jugar en serio, a la manera de los niños.
Otro poeta que juega es el español Óscar Curieses y el minimalismo de su Libro de los icebergs describe a cuentagotas un desamor y la ciudad de la revuelta política. Con esos puentes bastaba para un libro recordable, pero de pronto, las palabras que asumí ciertas, por más teoría del lenguaje bajo el hielo, cambian de orden y operan como si fueran otras; resbalé, entregado a cada nuevo poema, que también es el que ya había leído, como una experiencia descifrable solo en el momento. Hizo del verso un ser viviente, como la brasileña Luiza Romão, que tradujo los suyos en Sangria desde los escenarios de slam a las fotos en blanco y negro. Intercala detalles de un desnudo –tejidos violentamente en el impreso con lana roja y metales– con poemas que justifican su puñetazo directo en las formas veladas de la opresión. Introduce la historia brasileña en el ciclo menstrual, con una escritura que no limita en la rabia, sino que de ella extrae su fuerza lírica. La arquitectura de Também guardamos pedras aqui, su libro siguiente, es igualmente sólida en relación a figuras literarias de la antigua Grecia. La cascada narrativa de los poemas horada las rocas de los espectadores. Cargados de realidad, ambos libros componen documentos de época, sea por la destitución de Dilma o los excesos de la policía.
El vuelo magnífico de la noche es un conjunto de relatos que publicó Patricio Pron con solo veinticinco años. Hilado por obsesiones lingüísticas, trae algunos inolvidables como el de la madre que tenía hijos que hablaban distintos idiomas en la pampa. Las madres son recurrentes en el resto y me recuerdan ahora su formidable novela El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia o las películas de Xavier Dolan, pero también lo son la fantasía y una curiosa manera de ser preciso en la suma atropellada de información. Quiere dar cuenta del mundo entero como Jorge Volpi en la reciente Partes de guerra. Cuánta violencia abracé en las lecturas de estos días en que buscaba la paz. La novela del mexicano es adictiva, con una narradora inteligente que nos expone a las inquietantes similitudes entre un grupo de investigadores y uno de adolescentes marginales, capaces de asesinar a una compañera. La difícil entrada en la cultura popular de las redes sociales es sorteada por Volpi en varios registros, que incluyen lascivos mensajes de texto y la manipulación de los medios de prensa, con la empatía como el signo de interrogación sobre las ruinas del Estado. Mi resaca por la derrota del Apruebo encontró aquí el agua, en el retrato de los opositores que no quisimos ver o no conocemos lo suficiente, aquellos que emiten y a la vez reciben la burla trágica del sistema.
La solvencia narrativa de Pron y Volpi, de las más admirables actualmente, me arrastra a la peculiaridad de Las primas de Aurora Venturini. La abandoné un par de veces hasta que empecé a escuchar sus frases irrespirables por la falta de puntuación que la protagonista explica. Con Kennedy O’Toole me pasaba lo mismo, quizás no pueda con la vergüenza ajena, con esos personajes de los que debemos reírnos. Una pintora cuenta un abuso tras otro dentro de su familia de discapacitadas apelando a una lectura paciente de quienes somos parte de lo denunciado. Queremos que la amen, queremos que nos amen, y noto en el uso del plural mi falta de valentía que la novela sí tiene. Como todos los cubanos que conozco, Pedro Juan Gutiérrez se jacta de tenerla también. Su Diálogo con mi sombra es una interpelación del narrador al autor mientras se van fundiendo en el tono. El libro es una gozadera con una buena lista de lecturas recomendadas y de consejos prácticos, que son más bien sicológicos y sociales, para la escritura.
Esto me lleva a confesar que, tal como me dejo leer la mano por las gitanas, también leo los regalos de los krishna a la salida de los centros comerciales. Me interceptaron en alemán y me sedujeron en castellano e inglés. Me tienta vencer al poder por vía de no desearlo, como desarrolla Elémire Zolla en su nota introductoria a Los místicos de occidente. También lo estoy leyendo, pero no lo terminé y por eso no entra en esta juguera. Preguntas perfectas, respuestas perfectas es el título de una serie de entrevistas que le hizo Bob Cohen a Bhaktivedanta Swami Prabhupāda, debidas a su curiosidad auténtica y publicadas para la difusión del pensamiento hinduista en occidente. El llamado a ser activos en lograr el desapego, el conocimiento y la austeridad, entre algún otro concepto que se me escapa, como único camino hacia la alegría de vivir me parece digno de análisis. No así el llamado a adorar al humano que ya lo sabe.
Dediqué más tiempo a los Collected Works de Lorine Niedecker, la poeta objetivista que traduzco. Por ahora anuncio la atmósfera de sus rimas folclóricas y las nieblas de Wisconsin, su desconfianza en las palabras y los humanos, su mueca amorosa. Inminentes reediciones en Santiago y en Madrid trajeron a mi pantalla el clásico ensayo en verso El artificio de la absorción de Charles Bernstein. En él entreteje relaciones algo irónicas entre dos técnicas o finalidades de la poesía: las «absorbentes», cuya transparencia nos haría olvidar que estamos leyendo, y las «antiabsorbentes» que, por el contrario, nos harían conscientes del lenguaje. Unas esconden el artificio y las otras hacen alarde de él. Especie de apología de la rareza en la escritura que, imagino, celebraría Niedecker e irritaría a Carlos Martínez Rivas, el poeta nicaragüense de quien al fin pude leer la obra completa, consistente en un libro, La insurrección solitaria, una plaqueta y varios poemas publicados en revistas. Los únicos versos que le recuerdo ahora son “La Juventud no tiene dónde reclinar la cabeza” y “Que amaron a una muchacha / y a este amor se aferraron al extremo de olvidarse de ellas”, extraídos de sendos poemas que hay que releer de él siempre. Su desaliento es una reserva moral y estética.
Lo último que explica Farucki en la película que he vuelto a ver involuntariamente en su territorio, y aquí edito los subtítulos hacia una textura cercana a la del nicaragüense, es “cuando se miran las cosas, sus fabricantes nos resultan impensables. El espectador se vuelve impensable para sí mismo. Es el punto de partida para una nueva imagen del ser humano”. Toca oponerse, cómo olvidarme.