Por Hilda Pabst Aldoney
Con el respeto que me merece toda propuesta creativa, por el sólo hecho de proponernos una mirada de eso que llamamos realidad, me atrevo a decir, responsablemente, que en Brava Mestiche no pasa mucho. La acción dramática carece de las necesarias sinuosidades y giros narrativos como para hacernos transitar por una paleta básica de emociones, que logre sacarnos del desconcierto de lo que presenciamos.
Un cuadro casi costumbrista del México rural con mujeres de faldón y trenzas, con meros machos de estrafalarias botas vaqueras que vociferan a lo cuate, con una asistente social chilena, idealista y con dejos de barrio alto, exudando conciencia social y una prosa de semi panfletaria, sumado a un dudoso contrapunto de música en vivo, que funciona como una disrupción más que como un elemento que aporte escénicamente.
En tiempos donde la posverdad es la última píldora que se están tragando los públicos (eso hasta Wikipedia lo sabe), resulta ingenuo jugar al hiperrealismo y hacer que todos los personajes hablen como chilangos, sólo porque la acción ocurre en un típico poblado mexicano. Aún así, también es cierto que ese recurso actoral está muy bien logrado por el trío de machotes, que son los únicos que remueven un poco el pálido acontecer dramatúrgico de Brava Mestiche, con sus constantes arrebatos y salidas de madre.
Aquí el asunto se vuelve contradictorio, pues hasta donde sabemos la propuesta busca instalar el tema de la violencia hacia la mujer, investigando y construyendo el relato desde un lugar geográfico y cultural donde esa violencia es prácticamente una institución (sabemos también que es producto de una residencia en México vía Iberescena). Y para ello, instala en el título de la obra el imaginario, casi épico, de una mujer que resiste y se rebela con bravura. Pues eso no lo vemos por ninguna parte. Más bien nos ofrecen unas frágiles figuras femeninas apagadas en la sumisión y la falta de un rol claro, mientras, paradójicamente, son los hombres los que relucen en su machismo fanático.
Obviando todo lo anterior, las actuaciones masculinas merecen un elogio aparte, pues sostienen férreamente, de principio a fin, no sólo el carácter obtuso y excesivo de los personajes, sino también la escasa densidad narrativa del montaje. Igualmente meritorios son el delicado trabajo de iluminación y la ironía escenográfica que se articula y desarticula con jabas de Coca-Cola, que finalmente componen un cuadro kitsch donde los significados se cruzan entre el consumo, la religiosidad popular y la precariedad.
Conflicto de género, globalización y mundo indígena son rótulos con los que la obra se parapeta en un discurso bastante manoseado, sin embargo soy de la opinión que esos ponchos le quedan grandes, que el panfleto se cuela por todos los rincones y que pese al ejercicio honesto y bienintencionado de la directora, el delicado mecanismo de la puesta requiere aceitarse para poder darse la vuelta a sí mismo y salir de la plana lienalidad que nos propone. Un asesinato narrado a modo de parte médico no es suficiente, una violación anodina no es suficiente, cuatro mujeres indígenas sin más intervenciones que mover cajas, azuzadas por la cándida asistente social, no logran dar la vuelta de tuerca a la acción dramática y se quedan en una bravura de utilería.
Ficha Artística:
Compañía: El Cielo Teatro
Dramaturgia y Dirección: Claudia Cordero Herrera
Asistente de Dirección y apoyo teórico: María Ximena Núñez
Elenco: Nury Ortego, Victoria Guzmán, Carina Aspillaga, Katherina Sagredo, Evelyn Ortiz, Christian Riquelme, Franco Ruiz, Oscar Ilabaca
Diseño Escenográfico: Miguel Alvayay
Diseño Iluminación: Jorge Espinoza
Diseño y realización de Vestuario: Loreto Martínez, Mayra Olivares
Diseño Musical: Daniel Aspillaga
Interprete música: Felipe Chávez
Diseño Gráfico: Juan Sebastián Cordero
Encargada de Prensa: Daniela Olivares F.
Producción General: Gabriela Arancibia López